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Son la aguja perdida en el segundo pajar más grande del mundo. Viven en la India, el país de las cifras inmensas, el estado más poblado del mundo después de China. Los números oficiales dicen que doscientos setenta millones de ciudadanos se encuentran bajo el umbral de la pobreza, pero el baremo que lo establece es demasiado benevolente. Veintisiete rupias al día por persona en las zonas rurales y treinta y tres en las urbanas –menos de cuarenta céntimos de euro– no son suficientes para llenar el estómago. Ni para mantener una vivienda. Entre todos, estos: unas pocas familias sin casa que duermen a lo largo de dos muros paralelos a una carretera.

Viven asomados al progreso en la ciudad de Ahmedabad, en la vía que une la concurrida avenida Satellite con el aeropuerto, por donde circula una línea de autobús rápida, moderna y varias veces premiada por su buen servicio. En los meses de mucho sol, cuando el calor del verano aprieta hasta los 43ºC, sólo permanecen en el muro las familias del lado sombrío. La presencia del resto se intuye: por el retrato de la abuela, por el reloj de la pared, por las sábanas dobladas con cuidado que se desplegarán al llegar la noche, cuando se vaya el sol.

Algunos saludan a los viandantes como apostados a la puerta de su casa aunque no exista tal entrada. Otros parecen ajenos al movimiento de la calle y duermen, lavan los platos o se untan crema en la cara frente a un espejo como si nadie pudiese verlos. Como si tres muros imaginarios dieran forma a la habitación, a la cocina o al baño que no tienen.

No solo eso. Allí, o cerca, también se asean, se cambian de ropa, van al servicio y, ¿quién sabe de qué forma?, hacen el amor. El grupo de niños que viven en el muro lo constata.

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