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Publicado en el Diario de Teruel.

Existen malas prácticas que se dan por buenas de tanto repetirse. O, al menos, acaban por parecernos un mal menor, una pequeña tara en el comportamiento ajeno que aceptamos sin rechistar.

Las últimas manifestaciones multitudinarias que se han celebrado en España, sea cual sea su signo, han tenido un número de asistentes tan dispar según la fuente que hablar de baile de cifras es quedarse corto. Viendo los resultados, los datos que se hacen públicos son más bien un atropello.

Reduciendo el ejemplo a números sencillos, nos hemos acostumbrado a la terrible coletilla que habla de cien manifestantes según la Policía y mil según los convocantes, sin reparar en que una de las cantidades es diez veces menor que la otra. Podemos aceptar que al echar las cuentas cada uno favorezca sus intereses, que en un mismo metro cuadrado se quieran ver manifestantes apretados, unidos por la causa, o a personas dispersas que pasean a sus anchas. Pero la subjetividad tiene límites.

El tamaño de las calles, los metros del recorrido y las herramientas tecnológicas son las que son. Si somos capaces de medir fenómenos más complejos, no se explica la tolerancia que exhibimos en estos casos. Cientos de manifestantes arriba o abajo son el margen de error tolerable en cualquier estimación, pero cuando las cifras no se parecen en nada, tendríamos que pedir explicaciones a quien miente. Y más si se trata de un organismo público.

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